viernes, 19 de noviembre de 2010

Entonces supe…

Bajo la sombra de la autopista, su espalda dibujaba un adiós de primer plano en el humeante ambiente y sus dedos, apoyados en mi juventud, creyendo darme un gesto amable, se comprometían con mi hombro bien de a poco. Su cabeza era un un vaivén de buenas noches que se combinaba con el sonido ambiente de manera inquietante.

-¿Te vas?- le dije. Y su boca dejó asomar un movimiento.

-¿Te vas?- le repetí -Pero no es… la hora- agregué.

Y con esa tonada seca que su voz había adoptado para casos como ese, esa voz que había calado las más pesadas combinaciones de palabras solo minutos atrás, me contestó.

Pero no dijo nada.

Era eso: todo o nada.

Ya todo el elenco de historias de allí para atrás, no servirían de nada.

Ya las hojas de mis cuadernos no serían las mismas y mis ojos, que ya habían probado las euforias nocturnas, no verían nunca igual. Nunca. Nunca.

Me habían dicho ya que la sopa caliente quema, pero asi…nunca imaginé, así.

Adiós a todo, adiós a mi vida como esa que conocí. Ahora y en ese momento ya no era más yo, ese yo de estrellas, de jugos y deseos inalcanzables. Ya no era más ese, ese que temblaba en pensamientos, ese que dormía con los pies apretados.

Ya no más. Adiós.

Y afuera, en el mundo, los autos dibujaban aires de jueves, el cemento se extendía inmóvil en los pies del cielo opaco, y las personas existían, como por inercia.

Y las cosas, simples cosas, se movían detenidas por el viento y la costumbre, ahí, bajo la sombra de la autopista.