Entonces, como si me estuvieran leyendo la mente, sonaron las campanadas de la iglesia, que a las seis y algunos minutos, anuncian quién sabe qué. "Menos mal" pensé; el silencio me carcomía el alma y me quitaba la paciencia: silencio de ruidos lindos claro, porque de fondo se escuchaba esa voz, esas palabras que me decían cosas que ya no quiero volver a mencionar.
Aunque pensé que no iba a terminar nunca, lo hizo. Acabó con su discurso de finales abruptos, saludó y se fue como si nada, como esos fríos que pinchan en la espalda pero pasan de repente.
Entonces me abrí camino a una calle propia que me llevaba a preguntarme tantas cosas, cosas que no importaban en realidad porque se habían terminado en lo que dura la misma palabra adios.
Así me encontré desnuda, incompleta, me sentí una foto, un destello de letras impronunciables que por ser difíciles se guardan en un cajón. Así estaba, era cosa seria.
La tarea de encontrar un empujón no era nada simple, eso yo lo sabía, por eso a veces me daban ganas de rendirme y quebrar algún que otro orgullo. Pero no, no me dejé llevar.
Ahora que lo veo un poco de lejos y un poco en lo alto, creo que el arrepentimiento en estos casos es cosa de locos.
Hoy puedo hacer espacio en mis paredes olvidandome de algunas cosas para escribir otras; solo las que yo elija, las que quiera, las que me hagan estar así: BIEN.