lunes, 16 de noviembre de 2009

Anónimos

La mesera le explicaba que no podía beber más por aquella noche, que ya había sido demasiado, y que pronto iban a cerrar el bar, en el cual solo quedaban ellos dos.
Aquel hombre con la mirada perdida de emociones le pedía por favor, un trago más.
Eran las secuelas de un amor, naturalmente, las que lo habían cacheteado en la cara con rudeza. Pero a él de a poco se le habían olvidado las razones e intuitivamente creía merecer el sorbo sobrante de aquella madrugada. Y es que bien merecido lo tenía, pero la mesera poco sabía de esto, y mucho menos le importaba.
Inmediatamente después de lambetear el vasito de la mesa que tenía enfrente suyo, se fue tambaleando hacia la puerta no sin antes caerse una o dos veces ante los pies de la muchacha de boca cansada, que ya ansiaba por irse a su casa de una vez por todas.
El hombre, de a ratos bailando, de a ratos lanzando alaridos indescifrables, cayó al piso en la esquina de la misma cuadra y quedó barado en su locura, mirando a la nada. La mesera pensó, que ya no era de su incumbencia.
Resignada a su trabajo insano y mal pago, comenzó una vez más y como todas las noches, a apagar las luces, acomodar las sillas y mesas y limpiar los vestigios de una noche como cualquiera. Diez, quizá quince minutos después, ya estaba lista para irse.
Cerró con cansancio la puerta y la persiana de metal del local, y cerrandose el abrigo con una mano, y aferrando la cartera con la otra, empezó cruzar la calle ancha casi por la esquina. No había llegado a la mitad de la calle cuando sin aviso, un auto dio la vuelta y envistió a la muchacha de costado.
"Solo por un trago más" pensó el hombre desde la esquina.

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